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Vergüenza internacional 

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Por Ana E. Rosete

Hay episodios que no se agotan en la coyuntura ni en la crónica inmediata. El enfrentamiento entre diputadas en el Congreso de la Ciudad de México pertenece a esa categoría: no solo por lo que ocurrió, sino por lo que reveló cuando la escena abandonó el ámbito nacional y fue exhibida ante una audiencia internacional.

Que un medio estadounidense como CBS haya decidido retomar el episodio no para explicar el debate legislativo, sino para difundir el video del altercado físico, debería encender todas las alarmas. El Congreso convertido en espectáculo, las legisladoras reducidas a imagen, el país presentado como una democracia incapaz de sostener la mínima compostura institucional. No hubo interés por el fondo del conflicto, solo por su valor como evidencia visual de desorden.

Ahí se produce el quiebre más profundo. Una cosa es el escándalo doméstico —al que la política mexicana parece habituada— y otra muy distinta es su circulación global como confirmación de estereotipos. La escena viajó sin contexto, sin explicación y sin defensa posible, consolidando una narrativa que reduce la vida pública nacional a exceso, estridencia y espectáculo, uno bastante vulgar.

Mientras en parlamentos como el de Nueva Zelanda una manifestación cultural como el haka se utiliza como gesto simbólico de identidad, protesta y cohesión política —intenso, sí, pero profundamente codificado—, en nuestro Congreso la confrontación se expresa a golpes, empujones y forcejeos. Allá, el cuerpo comunica un mensaje colectivo dentro de reglas compartidas; aquí, el cuerpo sustituye al argumento y convierte la tribuna en escenario de descomposición. No es la pasión lo que marca la diferencia, sino la comprensión —o la ausencia— del límite entre la representación democrática y el espectáculo, insisto por demás vulgar.

La pregunta incómoda no es quién empujó primero ni qué bancada perdió más. La pregunta es si las diputadas involucradas dimensionaron la vergüenza institucional que protagonizaban. Vergüenza no como reproche moral, sino como conciencia política de haber expuesto al órgano del Estado que representan al ridículo público, dentro y fuera del país.

El Congreso no es un espacio privado ni un foro militante. Es un símbolo. Cada exceso cometido en su interior se inscribe en una narrativa mayor sobre la calidad de la democracia. La ausencia de contención posterior, de responsabilidad asumida o de reflexión sobre el daño causado revela una clase política más preocupada por administrar el escándalo que por reparar la institución.

Las diputadas no quedaron mal solo entre sus adversarios o ante la opinión pública nacional. Quedaron expuestas ante el mundo como representantes de una institución que parece haber olvidado el peso de su propia investidura. Y esa es una forma de vergüenza que no se resuelve con comunicados ni con discursos posteriores: queda registrada, circula y permanece.

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