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Por Ana E. Rosete
SOLO QUEDA CONTROLAR EL DAÑO
No todo exceso en la política merece sorpresa. La vida pública mexicana ha conocido la estridencia, el insulto y la vulgaridad como recursos habituales del debate. Sin embargo, lo ocurrido en el Congreso de la Ciudad de México marca un punto de inflexión inquietante: cuando la violencia física irrumpe en la tribuna, no estamos ante un exabrupto, sino frente a la claudicación del mandato democrático.
Diputadas de Morena y del PAN se enfrentaron a golpes en el espacio que debería encarnar la razón pública. No fue un altercado marginal ni una escena furtiva, sino un espectáculo abierto, retransmitido, impune. La imagen de Jesús Sesma, presidente de la Mesa Directiva, obligado a abandonar su función institucional para actuar como improvisado árbitro de box, resume con crudeza el estado de cosas: donde no hay autoridad moral, solo queda el control del daño.
El episodio supera incluso la infamia de 2017, cuando en la entonces Asamblea Legislativa una diputada mordió a otra. Aquello parecía un exceso aislado, una anomalía vergonzosa.
Hoy queda claro que no lo era. Era, en realidad, un presagio. Ocho años después, la degradación no se ha corregido; se ha normalizado.
Conviene ir más allá de la anécdota y del sarcasmo fácil. Lo verdaderamente alarmante no es la riña, sino lo que revela: la pobreza formativa de una clase política que confunde vehemencia con violencia, confrontación con agresión, y representación con protagonismo.
No se trata solo de modales, sino de vocación. Quien no entiende el peso simbólico de una curul difícilmente comprenderá la responsabilidad que conlleva legislar.
La tribuna no es un ring, ni el Congreso una extensión de las redes sociales. Es —o debería ser— el espacio donde el conflicto se tramita con palabras, normas y argumentos. Cuando ese espacio se degrada, el mensaje es devastador: si quienes hacen la ley no son capaces de someterse a ella, ¿con qué autoridad moral pueden exigirla a los demás?
Resulta ofensivo para la ciudadanía que la máxima casa del pueblo se convierta en escenario de forcejeos. No es solo una falta de decoro; es una forma de desprecio. Desprecio por la institución, por el cargo y por una sociedad que, con sus impuestos y su voto, sostiene un poder que hoy se exhibe incapaz de estar a la altura de sí mismo.