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Por Jorge Gómez Naredo
@jgnaredo
La derecha mexicana ha dejado de ser sólo una oposición ruidosa y ha empezado a usar la violencia como recurso político. No es un cambio menor: combina hechos provocados con una narrativa que busca presentarlos como víctimas y no como responsables.
A partir de 2018, su estrategia se centró en la exageración y la desinformación, pero rara vez en la confrontación física. Eso cambió el 15 de noviembre, cuando convocaron —sin asumirlo públicamente— una marcha presentada como movilización juvenil. Aunque los liderazgos se mantuvieron ausentes, sí asistieron grupos partidistas.
Lo ocurrido en el Zócalo marcó el giro. En vez de un acto político, algunos manifestantes recurrieron al enfrentamiento directo: bombas molotov, daños a vallas y agresiones a policías. Estas imágenes, lejos de desmentirse, fueron luego reacomodadas en medios afines para construir un relato de “represión” que omitía los ataques iniciales.
La estrategia es clara: provocar tensión y luego moldear la percepción pública para acusar al gobierno de autoritarismo. Este movimiento coincide con el involucramiento en la marcha de actores como Ricardo Salinas Pliego, cuyas motivaciones están ligadas a intereses económicos y litigios fiscales.
El uso de la violencia —física y narrativa— altera la competencia democrática. Cuando un sector decide que desestabilizar al país es un costo aceptable para debilitar al adversario, se rompe el mínimo acuerdo que sostiene la vida pública.
México enfrenta ahora una derecha dispuesta a escalar el conflicto y a instalar la idea de un país en caos. Este viraje no es un episodio aislado, sino un cambio de postura. Y detener esa deriva es fundamental para que la política no se convierta en un terreno donde cualquier medio se justifica en nombre de la lucha partidista.
