111 lecturas
Por Salvador Guerrero Chiprés
En algunos casos, observadores y actores de la política confunden forma con fondo y estridencia con argumento. En la llamada manifestación de la Generación Z esa característica se presentó: reclamos, legítimos o no, expresados por una minoría política no por ello menos atendible, terminaron convirtiendo en carnaval de insultos aquello llamado libertad de expresión y manifestación.
La Presidenta Claudia Sheinbaum respondió con una frase para descolocarlos: “¿creen que me van a debilitar con lo que gritan? (…) ¿Creen que con esas leperadas me van a hacer algo? No”. La respuesta es similar a aquella distancia tomada por las personas adultas cuando agotan el repertorio pedagógico frente al adolescente que cree que todo se resuelve alzando la voz o insultando a otra persona.
El país no se detendrá para descifrar cada insulto en redes o marchas. Sheinbaum lo dijo sin rodeos: “Nosotros estamos dedicados a trabajar”.
Los insultos no prueban una oposición vigorosa. La tonta virulencia revela debilidad. El insulto como la forma más fácil de participación de un segmento de una generación política difícilmente construye ciudadanía.
El mayor riesgo no es el exceso de la oposición —sobre el cual toma fuerza el cuestionamiento de la Jefa de Gobierno de la CDMX, Clara Brugada: “¿esa va a ser la manera de participación política de quienes no estén de acuerdo con el movimiento en el gobierno?”—, sino que la política pierda capacidad persuasiva de construir comunidad. Sheinbaum eligió no caer en esa trampa.
Esforzadamente, Brugada revindica la necesidad de garantizar el derecho a la protesta y, al mismo tiempo, repudia la provocación violenta.
La oposición ha confundido la frustrada rabia con estrategia. La Generación Z, de existir políticamente como legítima opción, podría desconfiar de la política donde cizallas, bombas molotov o cuetes no desplazan la inadmisible violencia.
Serenidad y paciencia ante las leperadas.