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Por Salvador Guerrero Chiprés
Nació como burla y terminó convertida en festividad comunitaria. La Catrina de José Guadalupe Posada no fue pensada para desfilar ni adornar escaparates. Su figura, esquelética y altiva, vestida con sombrero francés, era una sátira de la élite porfiriana.
Posada la llamó “Calavera Garbancera” para ridiculizar a quienes negaban sus raíces indígenas. En aquel dibujo, el esqueleto no representaba la muerte sino la impostura. Diego Rivera la renombró “La Catrina” en su mural “Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central”.
Más de un siglo después, esa ironía se ha convertido en fiesta, símbolo de identidad compartida. Ayer en el Desfile de Catrinas, la sátira se volvió comunión. Miles de personas tomaron Paseo de la Reforma para llegar al Zócalo, sin distinciones, con maquillaje, flores y alegría.
Celebración sin jerarquías, sin consignas, donde la muerte deja de ser amenaza para volverse oportunidad de encuentro. En su lema “Catrinas por la igualdad” va inscrita la promoción de la equidad de género a través del arte y la cultura de una de las casi 500 actividades desplegadas por el gobierno de Clara Brugada, entre ellas la Ofrenda Monumental en el Zócalo y el Desfile de Día de Muertos del 1 de noviembre.
La dimensión política del desfile radica en su armonía resguardada por policías, servicios de limpieza, protección civil y la unidad móvil del C5 sobre Avenida Juárez con su imagen también de Catrina. Esa convivencia entre espontaneidad y organización es signo de madurez institucional, acompañada entre otros, por el contingente de ONU Mujeres.
En tiempos donde las encuestas de percepción de inseguridad marcan repuntes, la ocupación pacífica del espacio público desmiente la parálisis del miedo. La red de relaciones de confianza es más decisiva para la prosperidad, y en el desfile ese capital social se multiplicó con cada sonrisa pintada.