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Por Salvador Guerrero Chiprés
Toda ciudad respira en una especie de atmósfera compartida, donde la confianza es encarnada colectivamente en festejos. Ese pulso, invisible pero decisivo, define tanto como cualquier cifra de seguridad o crecimiento económico. En el caso de la Ciudad de México ese ritmo ha acelerado.
El cierre de año no es solo cambio de calendario, es síntesis emocional. Octubre, noviembre y diciembre condensan las pulsaciones de una ciudad medida por su habilidad para celebrar. Lo que el economista y humanista germano-estadounidense Albert Hirschman llamaba “energía social”, la fuerza motivadora de las y los ciudadanos cuando sienten que su participación tiene sentido.
Las calles lo demuestran. Mientras más de 200 alebrijes monumentales desfilaron del Zócalo al Ángel de la Independencia, el Paseo de la Reforma se convierte en un lienzo festivo. Dragones, jaguares y serpientes aladas de papel maché avanzaron en el acompañamiento de miles de personas. Marcha cívica y demostración del espacio público como territorio de imaginación.
Las esculturas permanecerán casi un mes en Reforma, lo que transforma la avenida en un museo abierto y en una invitación a apropiarse de la ciudad.
Esa misma energía, trasladada a otro registro, impulsa también el entusiasmo por el Gran Premio de México. A través de sus redes sociales, la Jefa de Gobierno, Clara Brugada, convocó a un concurso mediante el cual se entregarán mil 100 boletos para los tres días de actividad en el Autódromo Hermanos Rodríguez.
El evento —con una derrama económica estimada para este año en 21 mil millones de pesos—hace una década era un lujo para pocos; ahora se percibe como una celebración compartida.
Contraste entre rugido de autos y silencio de alebrijes revelador de armonía urbana. Ambos representan, en distinto registro, un tipo de confianza, la económica e institucional, así como cultural y simbólica.
Hay acelerón festivo en el último trimestre.
