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Por Ricardo Sevilla
Hubo un tiempo fundacional en este país donde la integridad personal y la austeridad republicana no eran promesas de campaña, sino la norma innegociable de sus políticos e incluso de sus próceres.
Un espejo de probidad que, infelizmente, se ha quebrado con los años.
¿De qué hablo? Retrocedamos un poco, digamos: al siglo XIX.
El Ejército francés avanzaba, implacable. El presidente Benito Juárez se vio forzado a la diáspora, a abandonar la capital para mantener viva la llama de la República.
La evacuación no fie un acto de rendición, sino una épica de la resistencia.
Ignacio Ramírez, “El Nigromante”, figura cumbre del gabinete y conciencia radical del liberalismo, no duda en seguir a Juárez.
Pero esta adhesión no fue un simple viaje oficial. El gran ideólogo, el constructor del Estado laico, se vio obligado emprender el camino a pie. Y eso se debió a que poseía el elemental lujo de la época: no tenía siquiera para alquilar un caballo. El Estado que defendía era, literalmente, su única riqueza.
Y la imagen es poderosa, incluso perturbadora: un ministro de la nación, caminando en el polvo, despojado de todo, excepto de su convicción. Eso era Ignacio Ramírez.
Pero le digo más: años después, tras la muerte de “El Nigromante”, la nación se enteró de la amarga verdad: la familia de Ignacio Ramírez se encontraba sumida en la más absoluta pobreza.
Para darle sepultura digna a uno de los padres de la Reforma, fue necesario empeñar los muebles de su propia casa.
Pero su deuda con la patria era moral e ideológica; jamás económica.
Y ese fue el liberalismo de decimonónico: una épica de la carencia, donde los líderes estaban dispuestos a morir por el Estado, inmolando su patrimonio personal por el bien público. La pobreza era la prueba de su pureza revolucionaria.
¿Verdad que hay un enorme contraste entre los liberales de entonces y los neoliberales de hoy? No cabe duda de que el liberalismo decimonónico fue una épica de la carencia, mientras que el neoliberalismo de hoy ha sido una apología de la codicia.