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La marina y la corrupción

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Por Eduardo López Betancourt

elb@unam.mx

En el sexenio pasado se decidió otorgar un respaldo sin precedentes a las fuerzas armadas.

Se les encomendó todo tipo de actividades, incluso en el ámbito turístico, además de facultades omnímodas en materia de construcción de vías de comunicación.

La obra cumbre del sexenio, el Tren Maya, quedó bajo responsabilidad de los militares.

También se les entregó el control de los puertos y las aduanas. En este último caso conviene recordar la confrontación con el entonces secretario de Comunicaciones, Javier Jiménez Espriú, quien prefirió renunciar a su cargo antes que avalar el fortalecimiento del Ejército en dichas funciones.

Durante años se ha sostenido en los círculos políticos que las fuerzas armadas son incorruptibles, que su honradez es ilimitada y que basta con su palabra para garantizar que todo se encuentra en orden.

En ese mismo discurso se aseguraba que, dentro de las instituciones militares, la Marina gozaba del mayor prestigio por su rectitud.

No obstante, en lugar de concentrarse en su función esencial, la vigilancia de los litorales, se le asignaron tareas ajenas, como la administración del Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México “Benito Juárez”.

En ese espacio, bajo mando naval, se imponen reglas castrenses que muchas veces generan fricciones.

El trato con los civiles suele resultar ríspido; en ocasiones se realizan dobles revisiones que incomodan a los pasajeros, obligados a someterse a la disciplina militar.

Lo que más sorprende hoy es que la supuesta incorruptibilidad de la Secretaría de Marina se ha visto seriamente cuestionada.

Altos mandos han sido señalados en presuntos e impactantes actos de corrupción vinculados al robo de combustible, conocido como huachicol.

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