328 lecturas
Por Eduardo López Betancourt
Definitivamente, nuestro País está lleno de contradicciones: inocentes procesados, y hasta encarcelados, mientras culpables gozan de todas las canonjías. Un caso patético ha sido el de la famosa francesa Florence Cassez y su compañero sentimental, Israel Vallarta. Por presiones internacionales, Cassez fue liberada; pero, inexplicablemente, su coacusado permaneció en prisión durante 19 años.
En lo personal, tuve acceso al expediente de la causa a nivel de magistratura federal, y en él se mostraba que el evento que se les imputó estaba debidamente probado. Inclusive, el Magistrado ponente, quien me comentó el caso directamente, sostenía la culpabilidad de ambos. Sin embargo, ahora, sin más, una jueza (de menor jerarquía) le concede el amparo y lo declara inocente.
No pretendo, bajo ningún concepto, inclinarme hacia su culpabilidad o su absolución; lo que deseo destacar son los enredos, las contradicciones y la lentitud del aparato judicial. En México, los procedimientos legales suelen prolongarse durante años, o incluso décadas, lo cual contraviene flagrantemente el principio de “justicia pronta y expedita”.
Con los cambios recientes en la estructura de los tribunales, urge encontrar una fórmula que garantice resoluciones rápidas, eficaces y justas, tal como lo exige una sociedad desgastada por la impunidad. Hay asuntos que podrían resolverse en una sola instancia, evitando la saturación de tribunales de alzada y, más aún, la intervención innecesaria del ámbito federal. El siguiente es un ejemplo práctico del laberinto jurídico que enfrentamos:
Un juez local dicta sentencia. Esta es apelada y pasa a un Tribunal Estatal. Después viene el amparo, que atraviesa dos fases: primero ante un Juez de Distrito y luego ante un Tribunal Colegiado. Todo esto sin contar los recursos adicionales que pueden interponerse y que, en la práctica, prolongan el proceso al grado de negar la justicia.
Son las víctimas quienes más sufren. Estos extensos caminos del derecho terminan, por regla general, beneficiando al delincuente.
Por supuesto, si se implementaran juicios uninstanciales, el juez de origen debería ser de altísima calidad: preparado, honesto y plenamente consciente de que en sus manos se encuentran intereses patrimoniales, la libertad y, en algunos casos, incluso la vida misma.
Esa esperanza, la de encontrar buenos juzgadores, no es nada fácil. Y menos aún lo será si quienes lleguen al cargo lo hacen por razones políticas o partidistas.
Tengamos, sin embargo, fe en que el panorama se ilumine y surjan esos jueces sabios, con la toga bien puesta, el corazón en su sitio y la inteligencia en su máximo nivel.