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Por Juan Hernández

NO SON ACCIDENTES, SON DECISIONES

En un país donde cada día 22 jóvenes de entre 15 y 29 años mueren por siniestros viales, según el Instituto Nacional de Salud Pública, es momento de dejar de llamarles “accidentes”. Si alguien decide manejar bajo el influjo de drogas o alcohol, no es un descuido: es una decisión con consecuencias potencialmente fatales.

La iniciativa del diputado Alberto Martínez Urincho para reformar los artículos 140 y 141 del Código Penal del Distrito Federal apunta en esa dirección: tipificar como delito doloso los homicidios y lesiones causados por conductores en estado de alteración voluntaria. Se trata de reconocer jurídicamente que quien consume sustancias y luego toma el volante, lo hace con pleno conocimiento del riesgo.

Los datos son escalofriantes: 24 mil muertes al año en México por percances automovilísticos, con los menores de cinco a 14 años y los jóvenes de 15 a 24 como principales víctimas, según la organización Reacciona por la Vida. ¿De verdad vamos a seguir viendo estos crímenes como fatalidades inevitables?

La justicia debe adaptarse a esta realidad. Elevar las penas no resuelve el problema de raíz, pero sí envía un mensaje: quien mata tras conducir drogado no puede escudarse en la negligencia, sino que debe responder como responsable directo de una muerte evitable.

En contraste, llama la atención que mientras se busca sancionar a quienes atentan contra la vida en las calles, otros ámbitos del poder siguen tolerando la violencia simbólica. La Comisión de Quejas del IECM acaba de ordenar el retiro de una columna por presunta violencia política de género contra una legisladora y su hija menor. Dos violencias, una en el asfalto y otra en la opinión pública, que reflejan lo lejos que estamos de entender la responsabilidad como eje de nuestra convivencia.

En ambos casos —volante o pluma— urge frenar la impunidad.

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