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Por Jorge Gómez Naredo
El PRIAN atraviesa una profunda crisis. Esta situación es evidente y difícil de ocultar. Está en crisis su proyecto de nación, centrado históricamente en favorecer a una minoría en detrimento de la mayoría. Está en crisis su ética, prácticamente inexistente, pues cada nuevo liderazgo que emerge termina vinculado a escándalos de corrupción. Está en crisis su identidad: las alianzas electorales han diluido sus principios ideológicos, al punto que resulta difícil definir si se ubican en la derecha, la izquierda, el centro o en algún otro espectro.
Más preocupante aún es la crisis de existencia que enfrentan. La ciudadanía ya no se identifica con los partidos opositores -el PAN y el PRI, pues ya desapareció el PRD- y, además, cada vez menos personas se afilian a ellos.
El caso del PAN es revelador: el partido que gobernó México entre 2000 y 2012 (desde 2006, vía un fraude electoral) cuenta hoy con apenas 277,665 afiliados, el padrón más bajo entre las fuerzas políticas. Lo superan incluso el Partido Verde (592,417), el PT (457,624) y Movimiento Ciudadano (384,000).
El PRI, si bien reporta un padrón cercano al millón y medio de afiliados, es un registro engañoso. En términos reales, su capacidad electoral ha disminuido de manera significativa. Gobierna en alianza apenas dos estados y ha perdido bastiones clave como el Estado de México, Puebla y Veracruz.
En contraste, Morena se aproxima a los cinco millones de militantes y busca duplicar esa cifra al finalizar este año. Su crecimiento está relacionado con la confianza que el pueblo de México le tiene.
El expresidente Andrés Manuel López Obrador supo, a partir del discurso y el contraste, evidenciar y exhibir la corrupción del PRIAN. Sin duda, contribuyó a desmantelar la legitimidad, ante el pueblo de México, de quienes durante años se sintieron dueños del país.
Hoy, Morena es el partido hegemónico. Desde 2018, México no solo cambió de régimen, sino también de proyecto y modelo de nación. Y, por ahora, nadie puede negar ese viraje.
