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Por Jorge Gómez Naredo
La narcocultura en México está presente en múltiples expresiones. La vemos en series de televisión que tratan el tema del narcotráfico desde una óptica estilizada, donde los símbolos asociados a este mundo se presentan como una forma de vida atractiva y llamativa. También está en la música, especialmente en los corridos: composiciones donde se glorifican las acciones de personajes ligados al crimen organizado.
Aunque los símbolos del narco circulan desde hace décadas, su visibilidad se potenció en el sexenio de Felipe Calderón, cuando se declaró la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
Hace unas semanas, en el concierto del grupo Los Alegres del Barranco, en el Auditorio Telmex, en Zapopan, Jalisco, se proyectaron imágenes -a manera de homenaje- de Nemesio Oseguera Cervantes, alias “El Mencho”, líder del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG). El hecho provocó un fuerte debate, no sólo por la exaltación de una figura criminal, sino también por su cercanía temporal con el hallazgo de un centro de adiestramiento del narco en el municipio de Teuchitlán, también en Jalisco.
A partir de este hecho, varios gobiernos estatales y municipales en el país prohibieron la interpretación de narcocorridos en conciertos. El caso más mediático ocurrió en Texcoco, Estado de México: el cantante Luis R. Conriquez anunció que no interpretaría sus temas relacionados con el narcotráfico, lo que provocó disturbios y destrozos en el escenario.
Surge pues la pregunta: ¿se deben prohibir los narcocorridos? La respuesta es no. Porque el narcocorrido no es la causa, sino el efecto. Y las prohibiciones de este tipo de expresiones rara vez funcionan.
La única vía efectiva para erradicar este tipo de fenómenos es combatir las causas estructurales del narcotráfico: pobreza, desigualdad y falta de oportunidades. Prohibir una canción puede parecer un gesto contundente, pero no elimina el problema de fondo: el crimen organizado y las injusticias sociales que lo sostienen.
