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Por Eduardo López Betancourt
Es uno de los peores males que puede padecer cualquier organismo. La mediocridad consiste en un estado impreciso, intermedio, donde se sufre la carencia de objetivos y de manera absoluta escasea el potencial. La mediocridad se presenta en personas tanto físicas, como morales; dentro de los primeros, se trata de sujetos que simplemente sobrellevan su actividad, carentes de motivos y por lo tanto, de buenos resultados, simplemente responden al conformismo y al desprecio para salir a delante. Por regla general, son entes sin preparación y a pesar de ello tienen responsabilidades para las cuales no están capacitados; personas como las descritas se incorporan en las personas morales, desde donde originan estancamientos que obligadamente conducen al fracaso.
Lo más grave de la mediocridad es cuando este fenómeno se localiza en la Administración Pública, afectando severamente la calidad de vida de los ciudadanos. Los hombres mediocres deben ser marginados, ya que su presencia proyecta decepción y disminución de la participación cívica. Una entidad, particularmente de los ámbitos del poder, debe, insistimos, evitar a los mediocres para dar paso al talento y a la debida formación. Así, el amiguismo y el nepotismo, son malos consejeros, ya que, de manera implacable dan lugar a la mediocridad.
Los gobernantes deben rodearse de los mejores, de los sólidamente preparados, aunque no sean los amigos y menos los parientes. Tengamos claro y presente, la mediocridad puede tener consecuencias funestas que arrastren inclusive a todo un país. Un gobierno compuesto por los mejores y más capacitados, tendrá un futuro próspero y más aún, de bienestar social.