40 lecturas
ANTONIO ATTOLINI
En la encrucijada de la retórica política y el lenguaje, emerge una distinción marcada que ilustra las desigualdades subyacentes en nuestra sociedad: la forma en que el poder se refiere a los menos afortunados en comparación con los acaudalados. Este fenómeno, encapsulado en la diferencia entre “golpes de autoridad” y “facilidades e incentivos”, no solo es semántico, sino también revelador de la cosmovisión que guía las políticas públicas.
Cuando los estratos del poder mencionan “golpes de autoridad”, se despliega una terminología que resuena con connotaciones de opresión y control. Esta elección léxica, a menudo asociada con medidas coercitivas y decisiones draconianas, pone de manifiesto la distancia emocional y empática que separa a los gobernantes de los gobernados. Los pobres, de esta manera, son objeto de una narrativa que enfatiza la rigidez de las normas y el peso del castigo, en lugar de enfocarse en soluciones estructurales que aborden las raíces de la desigualdad.
Por otro lado, cuando se habla de “facilidades e incentivos” para los ricos y poderosos, se proyecta una imagen de generosidad y apoyo estatal. Esta elección léxica tiende a ser acompañada de políticas que favorecen a quienes ya tienen privilegios, perpetuando así la brecha económica y social. Aquí, el lenguaje se convierte en un instrumento sutil pero poderoso para legitimar y normalizar la concentración de riqueza.
La distorsión en la forma en que el poder se comunica con los diferentes estratos sociales refleja una falta de empatía y comprensión de las realidades que enfrentan los menos afortunados. Este desequilibrio lingüístico también subraya la necesidad urgente de un cambio profundo en nuestra estructura política y social. Es imperativo que las políticas se diseñen con un lenguaje inclusivo y se implementen con un enfoque equitativo, sin importar el estatus socioeconómico.
Como sociedad, debemos desafiar esta dicotomía en el lenguaje y exigir una narrativa que promueva la igualdad, la justicia y la solidaridad. Solo a través de un lenguaje que refleje genuinamente los valores de una sociedad democrática y justa, podemos avanzar hacia un futuro donde la diferencia entre “golpes de autoridad” y “facilidades e incentivos” sea una reliquia del pasado, reemplazada por un discurso que celebre la dignidad y el potencial de cada individuo, sin importar su origen o posición en la sociedad.