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Kyle Edward Ball entrega una de las cintas más intensas de cine de terror de los últimos años
Sadit Gabriel
Tocar lo abstracto o palpar lo sublime; deambular por un eterno laberinto donde solo el miedo es capaz de materializar la crueldad de la propia psique. Es Skinamarink (2022) un triste e intenso viaje al dolor, una oportunidad para descubrir por qué el cine aún guarda un aura de aquello que dejó de ser al día de hoy.
La ópera prima de Kyle Edward Ball destroza el alma y el corazón, solo con la finalidad de reconvertirlos en puro terror. Está el espectador ante uno de los espectáculos más tenebrosos que se hayan observado tiempo atrás. Hay mérito en la ópera prima del director en tanto transgrede, violenta y cambia las reglas del juego tal como cualquier persona está acostumbrada a percibirla desde su zona de confort.
La magia de lo atroz convierte los planos entrecortados y las tomas a medias, en una experiencia extenuante; nos pide rendirnos ante la desesperación. Es difícil ver, más no imposible captar que el sufrimiento de dos niños atormentados por una entidad demoniaca, solamente puede concretarse desde la propia imaginación.
Skinamarink juega con las posibilidades de la visión y de ese modo, transforma al espectador en el verdadero protagonista de su propia experimentación.
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