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Ricardo Sevilla
Como usted sabe, el miércoles pasado, habitantes del municipio de Sabinas, Coahuila, reportaron al 911 el colapso de una mina de carbón, localizada en la comunidad de “Las Conchas”, paraje de Villa de Agujita.
Al final se confirmó que uno de los denominados “pocitos” se inundó inesperadamente, dejando atrapados a 10 mineros. El trágico incidente encendió las alertas alrededor del sector minero.
Pero, lamentablemente, no es la única catástrofe que ha asolado la región. Además del desastre minero de Pasta de Conchos, ocurrido en febrero de 2006, durante los últimos meses del sexenio de Felipe Calderón, cuatro trabajadores murieron tras un derrumbe de cien toneladas de carbón que ocurrió la mañana del 3 de agosto de 2012 en la mina La Esmeralda, propiedad de la empresa Mimosa, localizada en San Juan de Sabinas, Coahuila.
Es importante señalar que ni el entonces presidente Felipe Calderón, ni Javier Lozano, en ese momento titular de la Secretaría del Trabajo, acudieron al lugar del siniestro. Lozano, con un dejo de indolencia, pidió al subsecretario del Trabajo, Joaquín Blanes Casas, que fuera él quien se trasladara al lugar de los hechos.
Definitivamente, las muertes en las minas, propiciados por la avaricia de los grupos empresariales, siempre han sido un golpe seco y frío en el corazón del pueblo mexicano.
Pero este tipo de catástrofes en las minas no son aisladas. Lamentablemente, estas hecatombes son más frecuentes de lo que se consigna en muchos medios de comunicación. Las minas que la iniciativa privada explota, irresponsablemente, en México huelen a peligro y, para muchas familias, el hecho
de que sus familiares trabajen ahí sólo significa que han ido a tramitar un acta de defunción anticipada y que el resto de la historia será, como diría el escritor Gabriel García Márquez, la “crónica de una muerte anunciada”.