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Ricardo Sevilla.
Decía el escritor Jean Paul, cuya prodigiosa memoria arrancó los celos de Goethe, que “la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados”. Y tenía razón: la memoria es una suerte de edén donde convivimos con nuestros recuerdos, recientes y lejanos. Gracias a la memoria abrazamos lo que nos gusta y rechazamos lo que nos desagrada.
La memoria nos habla sobre quiénes somos, nos dice dónde nacimos o cómo se llamaban nuestros antepasados. La memoria, que es un don que pocos reconocen como tal, nos alerta sobre los yerros que podemos volver a repetir. Como una suerte de voz interior, nos aconseja: “esto ya lo hice y me salieron bien las cosas” o “ya fui por esa ruta y me resultó contraproducente”.
La memoria es una guía, una brújula que nos muestra el buen camino. Y, justo por eso, los granujas y los atracadores desprecian la memoria. Los farsantes y los delincuentes apuestan al olvido: “ojalá que no se acuerden del mal que les produje”, suelen decir,
anhelando que no se recuerden sus vilezas.
De ahí que los granujas que tienen secuestrados los medios de comunicación neoliberales todos los días atenten contra la memoria del pueblo. Por aquí y por allá, oímos a esta horda de sinvergüenzas diciéndole a la gente que “olvide y no sea rencorosa”, que “ya lo pasado, pasado”, y tonterías semejantes.
Y es que no hay pueblo más vulnerable que el que olvida. Y eso es justo lo que anhelan los políticos y empresarios que tuvieron secuestrado este país: que borremos de nuestra memoria los timos, los engaños y las defraudaciones que nos infligieron.
Y esa es también la apuesta del PRI y del PAN: que olvidemos las privatizaciones y las reformas que solaparon para favorecer a una minoría rapaz. Pero, definitivamente, no debemos ceder al olvido. Al contrario: debemos recordar siempre que “un pueblo
que no conoce su historia está condenado a repetirla”