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Salvador Guerrero Chiprés
El asesinato de los sacerdotes jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín César Mora Salazar, afecta a la comunidad rarámuri, a la colectividad nacional y a la globalidad de la Iglesia.
Trivializar el crimen, ignorar su relevancia o posponer la atención a las causas es un riesgo que no podemos correr, inaceptable como sería desatender la persecución del delito.
La gobernadora Maru Campos, de la alianza opositora, tiene en sus manos un asunto humanamente tan importante como cualquier homicidio, pero simbólicamente de trascendencia global inédita.
Tiene la puerta de escape de únicamente señalar a las autoridades federales a quienes se culpa de no detener a los responsables de la violencia proveniente de organismos de alta peligrosidad. Hay un debate inacabado ahí. Todas las autoridades, sin excepción, deben hacerse cargo. Los responsables del municipio tendrán la tentación de ubicar responsabilidad solamente en la estatal.
Mientras, las víctimas son parte de una tragedia. Sus cuerpos, la evidencia, probablemente sean disueltos en el macabro pragmatismo criminal de la ocasión. ¿Quién protege a quienes protegen?
¿Quién defiende la recuperación del derecho de su sacramento post mortem habiendo sido robados sus cuerpos por resguardar a un tercero también asesinado?
Ayer, desde la Mañanera, el Presidente López Obrador reconoció que Urique es una zona con presencia de la delincuencia organizada y afirmó tener información sobre los probables responsables de este crimen.
La mística de servicio de la Compañía de Jesús la ha acercado a los lugares de mayor vulnerabilidad desde hace casi 5 siglos; escuché a Hernán Quezada, delegado de la Formación en México, desear que la sangre
de sus hermanos sea un fermento de paz. Justicia a jesuitas será justicia para todos.