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Ana María Vázquez
Durante sus casi 67 años de vida, Juan se ha acostumbrado al rechazo constante y la estigmatización, desde los 16 en que tuvo su primera crisis, fue internado en casi todos los hospitales del país, sin que hubiera mejoría ni estabilidad para su esquizofrenia diagnosticada.
Ha pasado por todo tipo de tratamientos, desde permanecer desnudo y encadenado, hasta inyecciones que lo dejaban “fuera de combate” por semanas, pasando por electrochoques y más de 20 medicamentos por día que solamente lo dejaban más alejado de la realidad. Se había habituado a no ser escuchado, a que su voz fuera acallada por loco, trastornado; se había habituado a que la gente se alejara de él, pensando que era tan peligroso como los asesinos seriales de las películas.
Aprendió a llevar su vida con una sonrisa, a conservar no obstante, toda su paz interior aun en medio de la desesperación al saberse condenado por una enfermedad incurable y altamente estigmatizada.
Nunca se casó, aunque lo anhelaba, nunca dejó de estudiar y pasados los 60 terminó la secundaria; ni de trabajar “de lo que fuera” ya que era el único modo de sentirse libre y productivo. Así, fue “cerillito de super”, dependiente, volantero, vendedor de dulces en la calle y muchas cosas más.
Durante la pandemia se rebeló, lo único que lo hacía sentirse humano y productivo eran la calle y el trabajo, dejó los medicamentos y entró en crisis. Su familia lo llevó a consulta
externa en el psiquiátrico, mansamente obedeció y tomó sus cosas personales, lo que sabía que podría necesitar en caso de internamiento. Con miedo y resignación se dejó llevar. El médico lo sorprendió.
-No voy a internarlo. ¿qué diría usted si yo le prometiera que con una sola pastilla estará bien? Su familia no podía creerlo y él, mucho menos. Una luz de esperanza los acompañó
de regreso a casa, vino la primera toma, y la segunda y los días pasaron…la mágica pastilla estaba haciendo el milagro que durante 50 años habían buscado.
