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Por Ana María Vázquez
@Anamariavazquez
Había vivido ahí desde siempre, igual que los padres
de sus padres, y el campo era su cuna, su casa y su
sustento. Desde hace tiempo soñaba con vender
en un día su carga entera, uno de sus abuelos lo
había conseguido una vez y la historia se contó por
muchos años.
En Zumpango dijeron que iba a haber
un grande, le habían dicho que un aeropuerto se
inauguraría y tenía la ilusión de ir, quizá ahí pudiera
vender lo que anhelaba. Lo comentó con su madre
y con el padre de sus tres hijos, todos le dijeron loca,
que habría mucha gente, pero no la dejarían entrar,
que el ejército la sacaría a patadas, pero nada la
desilusionó.
Amanecía cuando dejó el jacal, todos
dormían, tuvo cuidado en no hacer ruido, recogió
cuidadosamente las tostadas azules, los nopales y las
salsas, y puso todo en una canasta que adornó con
dos manteles limpios y bordados por ella, se miró
al espejo y se dio ánimos en silencio, sonrió y tomó
camino hacia Santa Lucía.
Los pies le punzaban
cuando llegó, el camino era agreste y su pesada
canasta no hacía fácil el trayecto. Mientras andaba,
seguía soñando…” a Jorgito le compraré zapatos”,
a Pancho un pantalón y a José un abrigo”.
Trató de esconderse de los vigilantes, pero extrañamente
nadie decía nada, todos estaban muy atentos a lo
que decía el presidente y en silencio lo bendijo. Se
persignó con fervor pidiendo a todos los santos que
nadie la tocara, ni la corriera, ni le pegara.
El hambre comenzó a calar a eso de las nueve, cuando un
intendente la descubrió. No supo en qué momento
comenzó a vender, ni cuando la gente empezó a
formarse. Unos decían tlayudas, otras tostaditas
de maíz azul, otros más decían que eran doraditas.
Lo único que ella sabía era que el buen maíz azul
les daba de comer gracias a la amorosa receta de su
abuela.
“Así, con cariñito”, recordaba las palabras de su
abuela, “úntalas bien y ponle su quesito y una buena
salsa, hijita”.
Supo que alguien le tomó un video, otros querían
fotos con ella como si fuera alguien extraño, y ella
sonreía por lo bajo, ¡como si nunca hubieran visto
una dorada! -pensaba.
Ese día, le ganó a su abuelo y bendijo al cielo.
Regresó al jacal, satisfecha y cansada, pero con la
canasta vacía.