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Solo, sin papeles y de madrugada

Pierde la vida inmigrante de 39 años en manos de asaltantes. Los hechos ocurrieron en Mal Paso.
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MAL PASO, Tabasco.– Óscar Aguilar Rivera había caminado bastante desde que salió de su casa y cambió el suelo seguro bajo sus pies, en su natal Honduras, por rutas inseguras con el único fin de alcanzar los «yunaites estéis».

Cuando cruzó el río Suchiate y entró a México, pensó que ya la había hecho, aunque todavía le faltaran por recorrer 1,790 kilómetros para alcanzar la frontera.

El municipio de Benemérito, en el extremo de Chiapas, le pareció un pueblo más semejante a Centroamérica que a la proximidad de la tierra prometida. Miró las mismas cantinas, las calles destrozadas, caras de aburrición de mexicanos, guatemaltecos u hondureños y hasta el mismo olor de los residuos que dejaban las palomas en las plazas.

Apenas si estuvo unas horas en ese pueblo; con otros paisanos, catrachos como él, se enteró de que podía viajar en autobuses de turismo que trajeran delante el letrero: Las Choapas-Ocozocuatla. El riesgo era que la unidad podía ser detenida en la madrugada en algún punto de revisión.

Mejor decidió caminar de noche junto a otros migrantes hasta alcanzar las vías del tren.

A pesar de que el hambre apretaba sus tripas, su decisión de no dar marcha atrás se impuso como un mantra.

Cuando por fin divisaron los durmientes del tren, corrieron a descansar en una estación de cemento abandonada. El tren no pasaría sino dos días después.

Él se sintió afortunado de mirar desde arriba cómo los vagones serpenteaban en la madrugada. La máquina paró la siguiente tarde en medio de la nada. Había otra anodina estación de cemento, que tenía pintada en un costado de la pared el nombre del lugar: Mal Paso. «¡Ah, pa nombrecito!», pensó.

Muchos de los que venía arriba decidieron bajarse y adentrarse más allá de la noche. Por primera vez dudó si seguir en el viaje o bajarse para conseguir alimentos. Tenía días que no se llevaba ni un mendrugo a la boca. Ya no tenía dinero, pero no faltaría alguna buena alma que le ofreciera un taco.

Caminó por las calles oscuras de esa villa sin encontrar ningún puesto callejero en servicio. Frente a una fábrica de cítricos, en la calle José María Pino Suárez, aparecieron dos sombras. Eran dos desconocidos que se le acercaron.

«¡Cáete con los que tienes, c…», le gritaron.

Él se metió las manos a los bolsillos para vaciarlos y demostrarles que ya no traía ni un solo peso, pero los dos desconocidos se abalanzaron sobre su cuerpo, que se encogió hasta caer en la calle polvosa. Se tocó con la mano el cuello y miró su palma: sangraba. Tenía otra herida en el costado.

Los desconocidos le arrebataron una bolsa que no traía nada y salieron huyendo. Como pudo, se levantó y empezó a caminar nervioso. Pidió a gritos auxilio. No tardaron en salir dos nativos a ver quién gritaba. Al verlo herido lo recostaron en la banqueta.

Quiso el cielo que en ese preciso momento pasara una patrulla, y sin perder tiempo lo subieron para llevarlo a un hospital en Huimanguillo.

A medio camino, una ambulancia los alcanzó, el hombre venía sangrando y doliéndose. Necesitaba atención urgente. Los paramédicos le brindaron los primeros auxilios y siguieron el recorrido. Lamentablemente, Óscar, quien dijo tener 39 años, dejó de hablar antes de acercarse al nosocomio. En sus pertenencias lo único que traía era un abrigo que le tejió su madre para el frío.

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