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Me atrevería a afirmar que en México no existe un político de los tiempos modernos que, como el hoy presidente Andrés Manuel López Obrador, haya enfrentado tanta adversidad y tal cantidad de golpes (a veces con sustento, muchas más difamatorias), de la mayoría de los medios de comunicación, durante más de 30 años.
En los tiempos que el grupo político de Roberto Madrazo tuvo el poder absoluto en Tabasco, diarios y revistas de aquella región publicaron de López Obrador cualquier cantidad de infamias. Bastaba inventar un declarante para hacer una nota principal atribuyéndole cualquier infundio.
A nivel nacional, la historia se repitió en los años siguientes, con especial acento desde 2004, y de manera brutal en 2006. Luego siguió.
Si se revisa la historia de López Obrador desde la oposición, su postura ante esos ataques nunca fue jamás quedarse callado. En buena medida por eso ganó en 2018.
Pero desde el 1 de diciembre López Obrador ya no es aquél líder opositor apabullado por el poder en turno. No. Es el presidente de la república. El hombre más poderoso del país.
Por eso ahora sus palabras tienen un peso brutal, del tamaño del poder que representa. Un calificativo (que no es ejercer su derecho de réplica) como “prensa fifí” o “prensa conservadora” hacia un periodista o un medio de comunicación, es tirar línea a sus millones de seguidores (aunque él niega que los azuce).
Por eso en redes sociales, sus seguidores insultan, agreden, ridiculizan, difaman a todo aquel que tiene el atrevimiento de criticarlo, cuestionarlo. Hasta amenazas de muerte.
“Podemos ganar fácilmente el debate, está papita, sin insultar”, dijo ayer. Pues que así sea.