La entrada y salida de enfermeras por las puertas del quirófano alertó a don Andrés, algo no andaba bien ahí, su mujer había ingresado por la mañana para dar a luz al primer descendiente de la estirpe; con apenas un año de casados, la pareja tenía esperanzas en el primer retoño.
-Doctor Pinzón, ¿ya nació mi hijo?
–preguntó a un hombre que traía cubierto el rostro con un tapabocas azul. El doctor José Pinzón secó el sudor con el dorso de la mano y miró a los ojos a su interlocutor.
–El chamaco es rejego, no quiere salir, pero no se preocupe, ya he tenido otros casos similares y luego hasta jonroneros me salen– bromeó el galeno antes de perderse por el pasillo. Evidentemente algo no iba bien.
Sus suegros le habían recomendado esta clínica de Macuspana como la mejor antes de alcanzar Villahermosa. La joven pareja había tenido que dejar encargada la tienda que tenían en el mercado para hacer el viaje muy de madrugada, de Tepetitán a Macuspana.
Andrés había recordado a Manuela la tarde en que se conocieron: él estaba explorando los campos petroleros de la región con una cuadrilla de compañeros, la mayoría originarios de Veracruz, y pocas veces dejaba los pantanos y mosquitos para acercarse al pueblo.
Esa vez que se atrevió a ir a Tepetitán, entró a la tienda de la esquina del parque para matar el tiempo. Entre cuartas, sillas de montar, sombreros charros y costales de maíz, apareció Manuela. La vio y quedó prendado de su piel clara. No es que el joven explorador fuera moreno, pues una parte de su sangre era española por parte de su abuelo materno, un vasco que se había internado al sureste mexicano a principios del siglo XX. Pero era raro encontrar mujeres de tez clara por esos rumbos.
–¿Diga, caballero? –sonrió Manuela, sin imaginar que aquel hombre enfrente pronto sería su marido.
–¿Cuánto sale la silla de montar? –fue lo primero que se le ocurrió decir al petrolero.
La muchacha lo vio de pies a cabeza, con sus zapatos bien boleados y sus ropas arregladas.
–¿Sabe montar? –titubeó en preguntar la joven.
–La verdad sólo quiero saber, porque ando con la idea de quedarme por aquí y seguro necesitaré una montura–agregó.
Los dos desconocidos se rieron y así comenzó el trato que culminaría en el abandono de los campos petroleros y el inicio del comercio a la sombra.
Al casarse acordaron, luego de barajar un sinfin de nombres que los ponían en guardia uno del otro, que si era varón llevaría los nombres de los dos enamorados: Andrés y Manuela…
Don Andrés se despertó por el cambio de guardia de la recepcionista. Miró el reloj. Era medianoche. Se acercó al escritorio y preguntó a la enfermera: –¿Ya nació Andrés Manuel? La trabajadora social, una mujer obesa con la cara maquillada en exceso, lo miró enojada.
–¿Quién es usted?
-Soy el esposo de doña Manuela Obrador, Andrés López, su servidor. Ingresé a mi esposa esta mañana y no he sabido nada de ella hasta ahorita.
–Su esposa está bien. Aún no ha dado a luz.
–¿Sabe usted por qué?
–¡Tranquilícese!, ya el doctor Pinzón le explicará. En la sala de espera cerró los ojos. Tuvo que abrirlos porque una voz muy suave le hablaba. Era una señora que también esperaba informes.
–¿Por qué no va a ver al doctor Luis Falcón? Está en la siguiente calle. Es mejor tener una segunda opinión médica.
Apenas amaneció, don Andrés caminó con rapidez hasta el consultorio del doctor Falcón. No estaba aún la secretaria, así que tocó directamente a la puerta del consultorio.
–¡Pase!– gritó un voz desde adentro. Falcón era un médico con sienes y bigote canoso, usaba montura gruesa porque sus lentes eran casi de fondo de botella y eso de alguna manera dio confianza al visitante, quien contó el asunto muy apesadumbrado. –¿Y dónde está su esposa?
– inquirió el doctor Falcón.
–En la clínica del doctor Pinzón. El anciano hizo una mueca. Entre él y Pinzón había una rivalidad añeja. Ni siquiera recordaban el motivo, pero ni uno ni otro se hablaban. –No iré a la clínica de mi competencia.
–Por favor, hágalo por mi Andrés Manuel
–rogó el joven.
–¿Por quién?
–Por mi hijo, por Andrés Manuel, que si Diosito quiere así se llamará en este mundo. El doctor Falcón era un escéptico de la divinidad, pero la súplica de aquel joven lo caló en los huesos. Él también había sido esposo enamorado y padre.
–Está bien, espéreme afuera. La cara del doctor Pinzón al ver a su rival en su propia clínica era de incredulidad.
Antes que pudiera decir algo, el galeno Falcón atajó: –Estoy aquí por razones humanitarias, vengo a ayudarte en el parto de la mujer de este hombre. Algo traerá este niño bajo el brazo que nos ha logrado reunir a los dos en una misma causa. Un día después, el 13 de noviembre de 1953, el niño regejo vio la luz por primera vez.