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abril 18, 2024

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Hoy presentamos: ¡Japón!

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Apachurro, señora bonita. Les escribo desde Japón, Tokio, para ser exacta. Qué ciudad más bonita, amo que los japoneses son tan limpios y ordena­dos, el sushi, los baños, qué chistoso que lo pusiera en ese orden, pero si, una cosa lleva a la otra y este lugar es hermoso de principio a fin.

Volamos en primera clase, ahí uno se puede echar en una cama, muy importante el considerar la can­tidad de champagne que te puedes tomar en un vuelo de 14 horas y súper recomendable por el montón de souvenirs que te puedes llevar, lo típico es la cobija, almohada, el kit de belleza, el asiento, al piloto, el avión… Lo normal.

Llegamos a hospedarnos en el mandarín Oriental, la vista y atención es incomparable. Ahí nos encontramos con mi papá, ya lo sé, soy el típico cliché de la niña con papás divorciados que siempre qui­so tener unas vacaciones en familia “normal”. Estoy feliz de poder estar aquí con ellos, nos fuimos a caminar por ahí en Ginza (que descubrí que era algo más que una canción de J Balvin).

También recorrimos los jardines del castillo imperial.

En la noche fuimos a una de las calles más emblemáticas, “Shinjuku”. Re­cuerdan la película Perdidos en Tokio, pues ahí mérito.

Tenía tantas recomendaciones de amigos que no sabía por dónde em­pezar. Claudia Álvarez había visitado la ciudad hace dos años con Billy Rovzar, en su luna de miel. En todas sus redes sociales posteó

Robots restaurante. Cuando lle­gamos el lugar era raro… Parecía la casa de Versace, todo en dorado, pedimos una botella de champagne y empezó a cantar una japonesa con una guitarra, antes de que papá em­pezara a hacerme bullying por el lugar al que lo había llevado. Nos movieron varias escaleras abajo, donde empezó el show más loco, lleno de música, color, luces. ¡Un gran espectáculo!

Al día siguiente fuimos “Sensoji”, templo el cual hace unos días había visitado Andrea Legarreta, un mer­cadito que te va acompañando hasta la entrada del lugar y ¡está lleno de tradiciones!

Todo iba súper bien hasta que em­piezo a escuchar el ruido de unos zapatos, ¡¿tacones?! Bajo la mi­rada, no era mamá ni yo, ¡sino papá que se había comprado unos zapatos japoneses de madera!

Sí, ese es mi papá, fue ahí cuando empecé a darme cuenta que aunque tuviera la foto de la “familia normal”, en realidad no lo éramos.

Para hacerle segunda, mamá y yo nos compramos nuestros kimonos y llega­mos al hotel súper emocionadas a ar­reglarnos, pues teníamos reservación en un restaurante súper exclusivo para 8 personas, que Raúl Araiza, le había recomendado a mi mamá.

Aprovechando la ocasión, estrenam­os nuestros trajes japoneses, mamá decidió ponerse los zapatos de papá para darle un toque más japonés a su look. Nosotras muy guapas y perfu­madas subimos sintiéndonos regias, todo el mundo nos chuleaba nuestros trajecitos, cuando llegamos, la host del restaurante nos mando a cam­biar, ¡Qué! Así como lo leen, pa’ mis pulgas, ¡yo estaba súper ofendida! ¡Qué oso! Pues no dije nada, y como mamá moría de ganas de conoc­erlo, nos cambiamos y entramos al restaurante, estaba delicioso y ¡al final moríamos de risa por la anécdota!

Moraleja: Esta historia continuará, no te pierdas mi próxima columna. Este consejo te doy, porque tu amiga Escalona soy.

P.D: ¡No mientan por convivir

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